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ETAPAS DE LA HISTORIA COLOMBIANA

Etapas y Sentido de la Historia de Colombia

Por: Jaime Jaramillo Uribe

El período colonial

Los orígenes


Si se compara la situación que encontraron los conquistadores y colonizadores españoles en el territorio colombiano con la que presentaban a comienzo del siglo XVI otros lugares del continente como México, Perú o el Río de la Plata, el historiador encuentra numerosos contrastes que contribuyen a explicarle la peculiaridad del desarrollo social y económico de lo que ha llegado a ser la República de Colombia.

Lo primero que salta a la vista, es que no hubo en el actual territorio de Colombia culturas prehispánicas de la amplitud, unidad y densidad de las que hallaron los españoles en México o el Perú. Si la comparación se efectúa con la región del Río de la Plata o del Brasil y aun de territorios vecinos que durante la época colonial aparecen íntimamente ligados al Nuevo Reino de Granada como el de Venezuela, encontramos en el territorio colom­biano una población indígena más numerosa, formando un conjunto de culturas que por su potencial demográfico, su cultura y su organización social fueron capaces de resistir con mayor voluntad de sobrevivencia al impacto de la conquista y de aportar más significativos elementos indígenas a la formación de la nueva sociedad resultante del proceso de aculturación y fusión que se produjo durante los siglos XVI y XVII.

Al iniciarse la conquista española, desde el punto de vista demográfico, el territorio colombiano presentaba una situación intermedia entre la encontrada por los españoles en México y el Perú y la que caracterizaba a los últimos territorios americanos antes mencionados. Los cálculos más recientes, aunque todavía discutibles, le atribuyen una población indígena fluctuante entre los 3 y los 4 millones de habitantes aborígenes, en contraste con los 25 a 50 millones a que pudo llegar la población prehispánica de México o a los 10 millones que pudo tener el imperio de los Incas. Esos 3 o 4 millones de indígenas del territorio colombia­no, estaban reducidos a poco más de 600 mil hacia las primeras décadas del siglo XVII y a unos 130.000 al finalizar el siglo XVIII. La rápida desaparición de su población aborigen y un intenso proceso de mestizaje iniciado desde la segunda mitad del siglo XVI, explican el hecho histórico de que en Colombia, la huella indígena sea relativamente débil y en cambio, muy vigorosa la marca de lo hispánico. Esta población indígena estaba repre­sentada por una pluralidad de culturas de muy diverso desarrollo, que probablemente estaban en proceso de unificación al producirse la conquista, pero que no llegaron a constituir un imperio como el peruano o el mexicano de los aztecas.

Ocupaban las culturas prehispánicas de Colombia un territorio de complejísima geografía y muy difícil intercomunicación, circuns­tancia que gravitó sobre el desarrollo de la nueva sociedad a través de su período colonial y que ha seguido gravitando sobre el desarrollo moderno de Colombia. Situado en plena zona tropi­cal, sin el complejo sistema de montañas andinas que lo atravie­san de sur a norte, el territorio colombiano tendría un clima cálido y altamente húmedo, muy semejante al de la actual selva amazónica o al de algunos países tropicales africanos como el Congo. Las tres grandes cordilleras en que se dividen los Andes suramericanos al cruzar la frontera de Colombia y el Ecuador, modifican la climatología colombiana creando una gama muy variada de climas de altura, cálidos en los valles y cuencas hidrográfi­cas, suaves en las laderas cordilleranas medias, fríos y apropia­dos para el desarrollo, de la vida humana en las altas mesetas como la Sabana de Bogotá, donde se encuentra el epicentro de su desarrollo histórico y la actual capital de la nación. Fragoso, áspero, doblado y enfermo, son los adjetivos usados por los cronistas de la conquista para caracterizar el territorio de lo que será el Nuevo Reino de Granada.

La comunicación y el transporte a través de esta barroca geográfica, ha sido el mayor obstáculo para el desarrollo colombiano, sobre todo, si se tienen en cuenta dos factores: el débil y lento desarrollo demográfico del país durante el período colonial y todavía en el siglo XIX, y el hecho de que su poblamiento, por circunstancias muy particulares de su historia, se hizo a partir del interior andino del territorio, asiento de su más densa población indígena y de sus más desarrolladas culturas, como la chibcha, lo que significaba mano de obra para la explotación de los nuevos territorios, donde además estaban ubicadas sus mejores tierras agrícolas.

También alejadas de los mares y de las vías de acceso a los puertos estaban colocados sus más ricos territorios mineros como los de Antioquia y el Cauca.

Las enormes dificultades del transporte desde el hinterland hasta los puertos marítimos y de unas regiones a otras que tuvo el país durante las tres centurias de la historia colonial, que sólo empezaron a superarse en la segunda mitad del siglo XIX con el establecimiento de la navegación a vapor por el río Magdalena y el todavía incipiente desarrollo de los ferrocarriles, ha tenido para el desarrollo económico de Colombia numerosos efectos nega­tivos, entre los cuales deben destacarse dos: el alto costo de sus productos, sea de los destinados a los mercados externos o a los internos y a la lentitud conque se ha formado un mercado nacional. Algunos datos generales pueden dar un indicio de la magnitud del problema. Uno de ellos, la distancia entre los prin­cipales núcleos urbanos del interior y los puertos marítimos del Atlántico. Bogotá, la capital de la Audiencia primero, luego del Virreinato y de la República, esta a 1.088 kilómetros; Medellín y su contorno, el principal centro minero de los siglos XVI, XVII y XVIII y en la Colombia moderna su segundo centro industrial, a 950; Bucaramanga y sus territorios aledaños, importante centro de manufacturas textiles en el período colonial, a 700 kilómetros.

La comunicación de los distintos centros poblados al río Magdale­na, la arteria fluvial que recorre el país de sur a norte y es la vía natural de acceso a los puertos del Atlántico, se hizo duran­te la colonia y hasta muy avanzado el período republicano por caminos estrechos, escarpados, atravesando regiones de intensas lluvias que los mantenían en condiciones deplorables, hasta el punto de ser intransitables por mulas y caballos y sólo ser posible el transporte con peones cargueros. Tal era el caso de los caminos que comunicaban la región minera de Antioquia con el río Magdalena, por los cuales se hacía la introducción de las mercancías importadas de España o de la región oriental del Reino que la abastecía de lienzos, cordelería, batanes, sal, harinas y ganado; o el de los caminos que comunicaban el oriente manufactu­rero y agrícola con el occidente minero, que servía de mercado al ganado de las dehesas de la Sabana de Bogotá, del Tolima y del Huila. Los problemas afrontados por el transporte de las harinas producidas en las ricas tierras agrícolas de Cundinamarca y Boyacá (Bogotá y Tunja), durante el período colonial, fue típico de este estado de aislamiento y de fragmentación del mercado. Cartagena y los puertos del Atlántico consumían harinas europeas y americanas, porque las del interior del país resultaban más caras debido a los altos costos del transporte y además, llegaban en mal estado a su lugar de destino dadas la duración del viaje y las primitivas condiciones de los medios de transporte. El viaje de Cartagena al centro del país duraba de seis a ocho semanas y de tres a cuatro, el de éstos a los puertos del Atlántico. Colombia hubo de esperar hasta el siglo XX para tener un sistema de transporte, que asegurara la intercomunicación regular de sus diversas regiones y permitiera la formación de un verdadero mercado nacional y racionalizara su comercio exterior de importa­ciones y exportaciones.

Otro ejemplo de la poca colaboración que la naturaleza ha presta­do al desarrollo colombiano ha sido su escasa, casi podríamos decir, nula atractividad para el inmigrante. En efecto, Colombia es quizás el país latinoamericano en cuya formación nacional, la inmigración ha tenido menor significado. Cuando a mediados del siglo XIX, se abrió paso en América Latina la política de poblar a base de inmigrantes europeos, Colombia no fue extraña a ella. Los gobernantes de la segunda mitad del siglo hicieron todo lo posible por atraerlos: establecieron libertad de cultos, pusieron en práctica una política ilimitadamente generosa de concesión de tierras baldías, concedieron estímulos tributarias a las inver­siones y para los inmigrantes, todo con pobrísimos resultados. El país no pudo gozar de esta barata inversión de capital ni de la economía que pudo significar la crianza de los millones de inmigrantes que se establecieron en Argentina, Uruguay, Brasil meridional y Chile en la segunda mitad del siglo XIX y primeras décadas del presente. El trópico era una muralla; las guerras civiles y la inestabilidad política la reforzaron y ello explica uno de los rasgos más característicos del desarrollo histórico colombiano, de su formación social y de su cultura: Colombia ha sido un país formado casi exclusivamente a base del mestizaje indo-español, un país sin inmigrantes, cuyo desarrollo económico y social ha sido producido desde dentro y a partir de sus propios recursos humanos. Es pues, ésta, otra medida de las dificultades que su geografía ha puesto a sus generaciones sucesivas.

Para dificultar su tarea de llegar a ser una nación dentro de los modelos de la civilización occidental que para bien o para mal adoptó, se han agregado los resultados de tres siglos de colonia­lismo que dejaron como herencia una población rural depravada biológica y culturalmente y una clase dirigente en general pobre­tona, sin inmigración ni grandes ambiciones, conforme con un tipo de vida tradicional basado en las rentas territoriales, en los modestos ingresos de la burocracia y en un limitado comercio.

Las bases económicas

Dentro del cuadro de la economía colonial hispanoamericana, la Audiencia de Nueva Granada (actual Colombia), elevada a la cate­goría de virreinato en 1739, tuvo esencialmente una economía minera, casi exclusivamente productora de oro, pues la plata representó en su producción un papel secundario. Desde la ini­ciación de la conquista y a través de los tres siglos de vida colonial, el oro fue su primero y casi único artículo de exporta­ción, no obstante que en la segunda mitad del siglo XVIII, la política de los reyes borbones hizo un esfuerzo por diversificar las exportaciones estimulando la producción de géneros agrícolas como el tabaco, el algodón, el cacao, las maderas tintóreas, las quinas, etc. Pero los resultados fueron modestos, pues al fina­lizar el siglo sólo llegaron a representar un 10% del comercio de exportación.

Cinco grandes polos de desarrollo tuvo la minería colombiana colonial, cuatro de ellos, los de mayor importancia, localizados en el centro y el occidente del país. En el oriente sólo hubo un pequeño distrito minero ubicado cerca a las ciudades de Pamplona y Bucaramanga que entró en decadencia desde las primeras décadas del siglo XVII. Los distritos mineros del centro y occidente eran:

1. El antioqueño, que incluía los centros mineros de Zaragoza, Cáceres, Guamoco, Remedios y Buriticá.

2. La que podríamos llamar zona central, correspondiente a los actuales departamentos de Caldas, Valle y Tolima comprendía centros mineros como Anserma, Supía, Marmato, Arma, Cartago y Mariquita.

3. El Chocó que cubría la costa pacífica al norte de Buenaventura y las cuencas fluviales de los ríos San Juan y Atrato.

4. La zona del sur, localizada en los actuales departamentos del Cauca, Nariño y Huila, su costa pacífica y sus cuencas fluvia­les. Incluía esta zona las minas de Barbacoas, Almaguer, La Plata, Timaná y Caloto.

Estos cuatro grandes distritos mineros gravitaban administrativa­mente alrededor de las ciudades de Antioquia y Popayán. Allí residían los grandes propietarios de minas y a ellas afluía el mayor volumen de movimiento económico inducido por la producción minera. En la segunda mitad del siglo XVI la alta productividad de las minas dio a la Nueva Granada el prestigio casi legendario de gran productor de oro. En las décadas que van de 1570 a 1610 los yacimientos de Antioquia dieron sus mayores rendimientos y las exportaciones promedio sobrepasaron, para el conjunto de la Audiencia, la cifra del millón de pesos anuales, sin incluir el cuantioso contrabando que en éste, como en los siglos posterio­res, pudo calcularse en un ciento o cuando menos en un 50% del oro legalmente registrado. Para ese período no había llegado a su clímax la disminución de la población indígena, aunque ya estaba altamente diezmada, especialmente en esta provincia, y los cuantiosos botines recogidos, en las operaciones de saqueo a los indígenas y sus santuarios religiosos, así como los capitales hechos en lucrativo comercio de la conquista, permitieron la aplicación de considerables capitales a la explotación de las minas.

Pero una vez explotados los más fáciles y superficiales aluviones y vetas, la productividad empezó a descender, con ritmo desigual en los diferentes distritos, pero con una tendencia que no deja duda sobre el comienzo de una profunda crisis, que se inicia hacia 1630 y está en su plenitud a mediados del siglo. La penu­ria de mano de obra, que afectaba no sólo a las minas sino a las haciendas y a la producción agrícola, produjo el encarecimiento de los abastos. La fuga de capitales hacia sectores más lucrati­vos como el comercio, hizo descender las inversiones en obras hidráulicas más necesarias, justamente a medida que se agotaban los yacimientos más fácilmente explotables. La falta de caudales tampoco hacía viable la sustitución de la mano de obra indígena por esclavos negros que a los precios de la época resultaban costosos. El hecho es que, a través de todo el siglo XVII y en la primera mitad del XVIII, los mineros del occidente neogranadino y los funcionarios reales, se quejan permanentemente de la deca­dencia de las minas por falta de brazos y carencia de caudales para adquirir nuevos esclavos. Un minero poseedor de una cuadri­lla de 30 esclavos era una excepción en Antioquia, donde, el mayor volumen de la producción era aportada por los pequeños mineros, propietarios cuando más de dos o tres esclavos, o por los lavadores de oro independientes, los innumerables "mazamorre­ros" que dieron a la minería de Antioquia el carácter popular y constituyeron el activo agente de cambio social que han destacado varios historiadores de la región, particularmente Alvaro López Toro, en su ensayo Migración y Cambio Social en Antioquia.

La falta de capitales fue también la causa del estancamiento y descenso de la tecnología minera. Para 1776 el gobernador de la Provincia, Francisco Silvestre, hacía anotar que en Antioquia se hallaban abandonadas las minas filón y que sólo se explotaban aluviones y placeres. El molino de minerales era desconocido y el azogue ya no se usaba en la producción de la plata. Antioquia adquirió entonces fama de ser la más pobre provincia del Reino.

La prolongada depresión del sector minero, sólo empezó a superar­se en las primeras décadas del siglo XVIII, cuando entraron en explotación los yacimientos auríferos del Chocó, donde un grupo de ricos hacendados y comerciantes de Popayán y Cali
-Arboledas, Mosqueras, Gómez de La Aspriella, Caicedos, Garceses, Piedrahítas, etc.- pudieron emplear cuadrillas de más de 50 a 100 escla­vos.

Alternativas muy semejantes sufrieron los agricultores y el comercio en el mismo período, puesto que dependían de los ciclos de prosperidad o depresión del sector minero. La agricultura en particular fue afectada directamente por el descenso de la pobla­ción indígena. Ya desde fines del siglo XVI, la escasez de brazos era un problema para las haciendas, aun en las zonas en que la población aborigen fue menos rápidamente diezmada, como fueron las tierras de Cundinamarca y Boyacá. Hacendados y mine­ros vivieron en disputa por el control de la limitada mano de obra indígena, que tampoco en el caso de la agricultura, pudo ser sustituida por esclavos negros, debido también a la limitación de capitales de los terratenientes. Sólo unos pocos grandes propie­tarios de la Costa Atlántica, del Cauca y del Valle del Cauca, pudieron disponer de recursos para trabajar sus haciendas de ganado y caña con mano de obra esclava. La tecnología agrícola, escasamente sobrepasaba los niveles de la agricultura indígena prehispánica y los de la Edad Media española. Como lo observaba a fines del siglo XVIII Pedro Fermín de Vargas, el arado de hierro era prácticamente desconocido, tan desconocido como las técnicas de abono y el riego. La clase de los hacendados, por otra parte, rutinaria y ausentista, demostró en general poco espíritu innovador y hasta poca ambición económica. Con pocas excepciones, la hacienda granadina produjo apenas para mercados locales y es muy significativo que no hubiera aparecido en la Nueva Granada, durante el período colonial, la gran plantación azucarera, tabacalera o cacaotera, capaz de producir excedentes para la exportación, como existió en otros territorios del imperio español como México y aun la capitanía de Venezuela.

La estructura social

Hacia 1789 Francisco Silvestre en su Descripción del Reino de Santa Fe de Bogotá, calculaba la población del actual territorio colombiano en una cifra cercana a los 826.550 habitantes, que de acuerdo con la clasificación socio-racial empleada por empadrona­mientos y consagrada jurídicamente por la sociedad colonial, se distribuía en la siguiente forma:

 

Blancos (españoles y criollos)  

 

 277.068         

 

32.70%

 

Libres (mestizos)

 

 368.098 

 

 45.71%

 

Indígenas  

 

 136.753

 

16.19%

 

Esclavos 

 

 44.636 

 

 5.28%

 

 

 

El cuadro indica que el proceso de mestizaje era extraordinaria­mente activo y que la Nueva Granada era para entonces, un país esencialmente mestizo donde la población indígena era relativa­mente pequeña, si se compara su caso con otros territorios colo­niales en la misma época como el de México, Perú o el actual Ecuador. Por lo demás, la población indígena neogranadina se hallaba altamente aculturizada ya que, al menos formalmente, había adquirido la cultura española básica, es decir, lengua, religión, numerosas costumbres sociales y muchos aspectos de la cultura material en el campo de la tecnología y el vestuario. Un hecho significativo de este proceso de asimilación, es que la lengua chibcha, la más generalizada entre la población aborigen de Colombia en el momento de la conquista, había desaparecido como lengua viva a mediados del siglo XVIII. Desde luego, las cifras de Silvestre se referían al territorio jurídicamente cubierto por el Virreinato y no incluía la población indígena de las áreas periféricas de la Orinoquia y la Amazonia aislada del resto de la nación por extensos espacios vacíos y que por tanto, no hacía ni llegó a constituir un todo orgánico con la nación.

Al finalizar la época colonial, la sociedad neogranadina se hallaba fuertemente jerarquizada, pero a través de ella, actuaba como proceso dinámico el mestizaje disolviendo el viejo orden social que ya no podía mantener, al menos desde el punto de vista jurídico, las discriminaciones limitativas e infamatorias que pesaban sobre el grupo mestizo. El acelerado crecimiento demográfico de éste, su acceso a la propiedad de la tierra, su actividad minera en algunos sectores y su participación en el comercio fueron mejorando su status social y rompiendo las barreras casta­les que habían impedido su participación en la educación supe­rior, en la burocracia y en la organización eclesiástica. Para la época que consideramos, el proceso de mestizaje había avanzado tanto, que las autoridades coloniales se encontraron ante la imposibilidad de establecer límites precisos entre indígenas, mestizos, criollos y blancos. De esa realidad dieron cuenta los visitadores Verdugo y Oquendo, Campuzano y Lanz y Moreno y Escan­dón, cuando visitaron los territorios orientales del Reino en la segunda mitad del siglo XVIII. Como lo declararon reiteradamente estos altos funcionarios, ya no era posible mantener la legisla­ción segregacionista que había regulado las relaciones sociales en los siglos anteriores. La sociedad neogranadina empezaba a dejar de ser una sociedad de "castas", para entrar a constituirse en una sociedad de clases en el sentido moderno, en la cual, sin embargo subsistían y subsistirían fuertes diferenciaciones, no sólo patrimoniales sino también culturales y psicológicas, que darían a la sociedad republicana, las profundas desigualdades que continúan caracterizándola en el siglo XIX y que todavía no ha superado.

Un esquema de la sociedad neogranadina al finalizar la época colonial se aproximaría a la siguiente estructura. El grupo denominado "blanco" en la terminología colonial que constituía aproximadamente la tercera parte de la población, estaba compues­to de españoles y criollos. Desconocemos la cifra exacta de los primeros, pero sabemos que formaban un grupo influyente por su control de ciertos altos cargos burocráticos y su participación en actividades comerciales, especialmente en el comercio de importación y exportación, que se hacía por los puertos del Atlántico, donde las firmas de Sevilla y Cádiz tenían sucursales y representantes, muchos de los cuales se vincularon a las fami­lias criollas por enlaces matrimoniales, como ocurrió en Cartage­na. No sólo por su poder burocrático y por su significación económica, sino por el acatamiento y reverencia que le otorgaba una sociedad en la que el linaje seguía siendo fuente de privile­gios y prestigio, el poder político y social de este grupo seguía siendo considerable en vísperas de la Independencia y constitu­yendo un motivo de hostilidad y malquerencias de parte del sector de los criollos, que al finalizar la centuria llegaba a ser el grupo dominante.

Distribuido en los cuatro núcleos regionales más importantes del territorio nacional, a saber: el costeño que giraba alrededor de las ciudades de Cartagena y Mompós; el caucano, con su centro en Popayán y Cali, el reinoso de la región oriental que gravitaba en torno a la capital, Santa Fe, y en menor medida a más modestos núcleos urbanos como la ciudad de Tunja, al finalizar el siglo XVIII formaba el grupo criollo la cabeza de una sociedad señorial basada en la prosperidad de la tierra, el comercio y la minería. Una política de alianzas matrimoniales proseguida sistemáticamente a través del período colonial, creó las consi­guientes oligarquías locales. De Miers, de Hoyos, Madariagas, Pombos, en Cartagena y Mompós; Mosqueras, Arboledas, Valencias, Quijanos, Angulos, Caicedos, Piedrahítas y Garceses, en Popayán y Cali; Lozanos, Caicedos, Ricaurtes, Alvarez, Santamarías, en Santa Fe de Bogotá, hacendados generalmente doblados de mineros y comerciantes, llegaron a controlar el poder político y económico del Virreinato hasta sentirse suficientemente fuertes para su­plantar a la minoría española representante de la Metrópoli y asumir por sí mismas el control y dirección, del Estado. No es pues, sorprendente, que de su seno salieran los líderes más notables de la revolución de independencia y que durante la república continuaran siendo el grupo dominante.

El amplio grupo de los mestizos, que presentaba los mayores índices de crecimiento, sufría todavía las tradicionales discri­minaciones, aunque las mismas autoridades coloniales consideraban imposible la aplicación estricta de las leyes segregacionistas. Sin embargo, hasta las vísperas de la independencia eran comunes los procesos para establecer la "limpieza de sangre", exigida para contraer matrimonio con personas supuestamente blancas y para ocupar determinados cargos civiles y eclesiásticos y para usar el título de don. La mácula de tener "sangre de la tierra", debía eliminarse con el pago de costosos derechos fijados en la cédula de 1790 llamada eufemísticamente de "gracias al sacar". La guerra de independencia abriría nuevas perspectivas a este grupo que estaría llamado a ser el más activo agente de cambio social en el período republicano.

El grupo indígena parecía declinar numéricamente debido sobre todo, al proceso de mestizaje. Constituía la población campesina asentada en los subsistentes resguardos de las regiones andinas del oriente y de los territorios de Nariño y Cauca. Formaba la fuerza de trabajo de las mismas regiones como peones o arrendata­rios de las haciendas. Finalmente, en la Costa Atlántica, en Antioquia y el Valle del Cauca en haciendas y minas existía una población negra esclava que pugnaba por romper los lazos de la esclavitud mediante el cimarronismo, las rebeliones y la forma­ción de palenques que fueron cada vez más frecuentes en las últimas décadas del siglo. La práctica suspensión de la intro­ducción de esclavos, los movimientos de resistencia y la crecien­te escasez de mano de obra que se presentaba en algunas zonas mineras como la antioqueña, se combinarían para crear una amplia corriente de opinión contraria a la institución de la esclavitud que, sin embargo, subsistió hasta 1850 a causa de los terrate­nientes del Cauca y el Valle del Cauca, las dos regiones de Colombia en que la sociedad esclavista había logrado su mayor consistencia.

El fin del período colonial y las reformas borbónicas

A partir del año 85, la paz con Inglaterra dio a la Corona y a las autoridades del Virreinato, la oportunidad para intensificar su gestión económica en las colonias americanas y aplicar en forma el reglamento de comercio libre aprobado en 1778. Las rentas públicas más indicadoras del giro de los negocios internos y de exportación como la alcabala, el almojarifazgo y las rentas estancadas como el tabaco y el aguardiente, inician un movimiento ascendente, probablemente más por el mejoramiento de la organiza­ción y el sistema de recaudos, que por un aumento real de la producción, si se excluye el caso del tabaco. La tendencia, sin embargo, no se refleja con igual intensidad en el comercio de exportación. Con excepción del año 84 en que las exportaciones de oro y frutos sobrepasaron la cifra de 4 millones de pesos, el promedio de los años posteriores se mantuvo en torno a los 2 a 2.5 millones sin tener en cuenta el contrabando, más activo que nunca al finalizar el siglo. Tanto para la exportación de oro como para los frutos (tabaco, algodón, quina, palo brasilete, añil, etc.), algunos autores piensan que a las cifras del comer­cio regular, habría que agregar un 50 o cuando menos un 30% por concepto de contrabando.

En general las reformas borbónicas tuvieron poco impacto en el Nuevo Reino de Granada como factores de desarrollo económico y cambio social. No se aplicó en su jurisdicción el régimen de intendencias, aunque las principales funciones atribuidas a los intendentes en el campo de la organización hacendaria fueron atribuidas a los regentes, que en general fueron inocuos en el Nuevo Reino, si se excluye el caso de Juan Francisco Gutiérrez de Piñeres (1777-1778), que adelantó una labor de reorganización de las rentas públicas tan eficaz, que produjo el descontento social que culminó en el movimiento de los comuneros en 1781. Tampoco tuvo gran éxito la política de diversificación de las exportacio­nes agrícolas, que sólo llegaron a representar, en los mejores años, el 10% de las exportaciones totales. Finalmente, los planes de fomento minero tuvieron también magros frutos y a la postre fracasaron. No pudo organizarse en Nueva Granada un cuerpo de minería ni prosperaron los intentos de formar sociedades comerciales mineras, como la que intentó formar en Popayán don Agustín de Valencia, ni los mineros alemanes traídos por suges­tión del Arzobispo Virrey para mejorar la tecnología produjeron resultados positivos. El caso más evidente de los flacos resulta­dos de esa política fue el de las minas de Mariquita. Después de cinco años de arduos trabajos dirigidos por D'Elhuyar y de inver­siones de más de 200.000 pesos (una suma que podría equivaler al 10% de los ingresos totales del Virreinato) las minas tuvieron que ser abandonadas.

En conjunto, la economía del Virreinato de la Nueva Granada muestra a través del siglo XVIII un desarrollo notablemente estático. Puestas en una curva las rentas públicas, dibujan una línea casi horizontal hasta 1780. A partir de allí, se encuen­tran algunos ascensos en el comercio de exportación y en las rentas de tabaco, aguardiente y alcabala interna. Las restantes, una veintena de ellas, muestran sólo ligeras variaciones. En sus relaciones de mando y en sus informes a la Corona, los Virreyes se refieren casi sin excepción a la "postración" del Reino. Aún regiones florecientes como la del Socorro y Girón en el oriente del Virreinato, asiento de una activa industria manufacturera de lienzos y batanes, presentaba aspectos de verdadera "postración", según lo informaba el fiscal de la Audiencia, Francisco Antonio Moreno y Escandón que visitó la provincia por los años de 1776. Igual cuadro indicaban los informes que en 1803 enviaba a las autoridades de Madrid el conflictivo marqués de San Jorge, don José María Lozano de Peralta.

 

La Gran Colombia 1820-1830
 

 

La obra de Bolívar y Santander
 

 

Tras la victoria de Boyacá, Bolívar entró triunfante a Santa Fe de Bogotá el 10 de agosto de 1819. Desde allí organizó la campa­ña que habría de conducir a la victoria definitiva de las armas republicanas y a la liberación del territorio de la actual Colom­bia. A finales del año, el Libertador se dirigió a la ciudad de Angostura, situada sobre las márgenes del río Orinoco, para proclamar la organización de la República de Colombia, compuesta de los territorios de Venezuela y la actual Colombia. El congreso allí reunido, eligió a Bolívar como Presidente y al neogranadino Francisco Antonio Zea como Vicepresidente. Los dos territorios integrantes de la Nueva República, recibieron el nombre de depar­tamentos y para gobernarlos se nombró al General Francisco de Paula Santander, de la Nueva Granada y al doctor Juan G. Rosio para Venezuela. Allí mismo se resolvió que un año más tarde, en la ciudad de Cúcuta, situada en territorio fronterizo, se reuni­ría un congreso general para organizar jurídica y políticamente la República de Colombia.

El 6 de mayo de 1821 se instaló en Cúcuta el Congreso Constitu­yente.

En él estaban representadas las provincias con sus mejores hom­bres. La Nueva República recibió su primera constitución, de corte liberal. Dividió el poder público en tres Ramas, Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Estableció un Congreso Legislativo com­puesto de dos cámaras, cuyos miembros eran elegidos por votación popular. El sufragio universal, sin embargo, quedaba restringido. Sólo podían participar en la elección los ciudadanos que poseían cierto patrimonio, que supieran leer y que fueran libres. Es decir, la misma Constitución aceptaba la existencia de la escla­vitud. Había en la Nación unos 90.000 esclavos.

La misma Constitución estableció la libertad de prensa, la de circulación y actividad económica y el derecho de elegir y ser elegido para los cargos públicos con algunas restricciones que la misma carta establecía. El nuevo Estado tenía una organización acentuadamente centralista y otorgaba fuertes y amplios poderes al Presidente de la República. Para desempeñar por primera vez este cargo, fue elegido por unanimidad el Libertador Simón Bolívar. Como Vicepresidente fue elegido el General Francisco de Paula Santander. El mismo Congreso dictó numerosas leyes de orientación liberal. Ordenó la libertad de los partos de escla­vos, eliminó algunos impuestos coloniales, como el tributo de indígenas, la alcabala para los bienes muebles, las mesadas y anatas eclesiásticas y puso término al monopolio del aguardiente. También quedaron eliminados los bienes no enajenables y las obligaciones irredimibles. Se trató, pues, de garantizar la libre circulación de los bienes y la liberación del comercio.

Clausurado el Congreso Constituyente de Cúcuta, Bolívar marchó primero al sur para conducir la guerra de independencia al Ecua­dor y el Perú. En su ausencia ejerció el poder el General Santan­der. Durante los cuatro años que duró su gestión tuvo que reali­zar una intensa labor. Por ella se le llamó el organizador de la República. El país había quedado devastado por la guerra. La ganadería y la agricultura particularmente habían sufrido grandes pérdidas. La burocracia estaba desorganizada y durante meses no recibía salarios. El ejército y la marina estaba mal equipados y sin paga; el sistema educativo prácticamente no existía; el nuevo Estado carecía de experiencia en el manejo de su política exte­rior, los caminos se habían deteriorado hasta desaparecer en grandes porciones del territorio. A todo ello tuvieron que aten­der los nuevos gobernantes.

Los esfuerzos del Vicepresidente Santander se orientaron a satis­facer las demandas más urgentes en estos campos. La más urgente de todas era la fiscal. La Nación carecía de las rentas necesa­rias y el recaudo de las existentes era deficiente. La contribu­ción directa que había decretado el Congreso de Cúcuta para sustituir los impuestos españoles suprimidos, no produjo la vigésima parte de lo calculado, circunstancia que condujo al rápido restablecimiento de antiguas cargas fiscales. Fue necesa­rio restablecer el tributo de indígenas y la alcabala y recurrir a los empréstitos voluntarios. Los créditos obtenidos en Ingla­terra (1819 y 1824), contribuyeron en parte a solucionar la penuria fiscal, pero aún así, el tesoro público vivió en estado de déficit. Mientras tanto, la guerra en el sur del país y las necesidades de las tropas colombianas desplazadas al Ecuador y Perú demandaban gastos crecientes.

No obstante las dificultades económicas y estado de desorden social y político en que se hallaba sumida la República, la obra administrativa y cultural del General Santander fue considerable. Trató de reanimar el comercio fomentando la marina y dando faci­lidades para la inversión, de capitales extranjeros, especialmen­te ingleses. Creó las escuelas públicas de primeras letras que introdujeron el método lancasteriano. Organizó colegios de ense­ñanza media en varias ciudades del país y estableció universida­des en Bogotá, Medellín y Cartagena. Se trajeron, misiones, científicas del exterior, especialmente de Francia, que iniciaron la enseñanza de la medicina, las matemáticas y las ciencias naturales. Nuevos textos para la enseñanza del derecho y la filosofía hicieron irrupción en las aulas, no siempre con resul­tados muy positivos como el caso del Benthamismo cuyas doctrinas despertaron pupas intelectuales que sirvieron de base a la oposición política que se desató contra el Vicepresidente Santan­der a quien se atribuía el patrocinio de las nuevas tendencias.

 

Disolución de la Gran Colombia y dictadura de Bolívar


 

Al finalizar el año de 1826, Bolívar, que había sido reelegido Presidente para un nuevo período, junto con Santander como Vice­presidente, regresó a Santa Fe después de tres años de ausencia, en que había contribuido decisivamente a la independencia del Perú, fundado la República de Bolivia e incorporado el Ecuador a la Gran Colombia. En los dos años siguientes se produjeron los acontecimientos políticos que dieron como resultado a la disolu­ción de Colombia y la formación de los nuevos países: Nueva Granada, Venezuela y Ecuador. La unión de los tres estados no había sido nunca sólida y durante los años de la guerra se mantu­vo gracias al prestigio y la voluntad del Libertador. Las econo­mías, las estructuras sociales y los antecedentes históricos de las tres naciones eran muy diferentes. La Nueva Granada, centro del antiguo Virreinato, poseía una economía minera, con elementos manufactureros de alguna consideración. La población, casi igual a la mitad de la Gran Colombia, era mestiza casi en su totalidad, pues el elemento indígena puro era relativamente poco (alrededor de 130.000 indígenas, en un total aproximado de 1.000.000) y lo mismo ocurría con los esclavos. Además, tenía un numeroso grupo de núcleos urbanos donde se había desarrollado una incipiente clase dirigente capaz de exigir participación política y burocrática en la conducción del Estado. En Venezuela en cambio, una fuerte economía agrícola de plantaciones, trabajada con numerosa mano de obra esclava producía géneros para la exportación, espe­cialmente cacao. El Ecuador, con mayoritaria población indígena y economía artesanal y agrícola, tenía sus intereses vinculados al comercio que se hacía por el Puerto de Guayaquil. Las comunica­ciones entre las tres regiones fueron difíciles durante la colo­nia, de manera, que a pesar de la vecindad geográfica, las tres regiones se desarrollaban aisladamente. Estos factores diferen­ciales crearon un fuerte sentimiento regional que a la postre se convertiría en conciencia nacional. A todo ello, se agregó la tendencia disgregadora que favorecía los intereses de caudillos y gamonales; locales. Completaron el proceso, acontecimientos circunstanciales, como el llamado del Congreso al General Páez para responder de cargos que se le hacían por supuestos abusos de autoridad en Venezuela, hecho que produjo una pugnaz reacción separatista en ese sector de la República.

Al regresar Bolívar a Santa Fe encontró allí una fuerte resisten­cia en los medios políticos que se agrupaban alrededor del Gene­ral Santander. La confianza que deparaba el Libertador a sus más cercanos colaboradores militares, casi todos venezolanos e ingle­ses, y los frecuentes excesos de éstos, agregaron un motivo más a las divergencias existentes entre el Libertador y los miembros del Congreso. Se pensó entonces en una reforma Constitucional y al efecto, el Congreso convocó a una nueva Asamblea Constituyen­te. Reunida ésta en la ciudad de Ocaña, el 9 de abril de 1827, se produjo el inevitable enfrentamiento entre bolivarianos y santan­deristas. Tres meses después la convención se clausuró sin resul­tados.

En medio de presagios de levantamientos en varias provincias, de dificultades fiscales e internacionales, especialmente en el Perú, Bolívar asumió poderes dictatoriales el 28 de agosto de 1828. Eliminó el cargo de Vicepresidente, desempeñado por San­tander; dictó decretos económicos de emergencia restituyendo impuestos abolidos y modificando la tarifa aduanera en un sentido proteccionista; eliminó de la educación la enseñanza de Bentham y disolvió las organizaciones masónicas con el ánimo de apaciguar a la beligerante oposición de los medios católicos. En esta atmós­fera de tensión, en la noche del 25 de septiembre del mismo año, se produjo el atentado contra su vida. Los conjurados, un grupo de intelectuales granadinos entre los que se contaban el poeta Luis Vargas Tejada, Florentino González, Mariano Ospina y Wences­lao Zulabair, acompañados del militar venezolano Pedro Carujo, del francés Agustín Horment y del curioso aventurero portugués doctor Arganil, penetraron en el palacio de San Carlos, dieron muerte a soldados de la guardia y al edecán personal de Bolívar. Este, semidesnudo, protegido por miembros de la servidumbre y por su favorita Manuelita Sáenz, tuvo que permanecer varias horas escondido bajo un puente del Río San Francisco. De allí salió para incorporarse a los cuarteles donde las tropas lo aclamaron.

Como epílogo de la conspiración septembrina fueron pasados por las armas catorce conjurados, entre ellos el Almirante José Prudencio Padilla, héroe naval de la guerra de emancipación. Santander, a quien se atribuyó la autoría intelectual del atenta­do, también fue condenado a muerte, pero se le conmutó la pena por el destierro. En calidad de exiliado se fue a Europa, de donde regresó para asumir la Presidencia de la Nueva Granada en 1833, una vez consumada la disolución de la Gran Colombia.

Los años que transcurren entre el atentado contra la vida del Libertador y la desmembración definitiva de Colombia fueron años de inquietud e inestabilidad. Bolívar, enfermo y desilusionado, tuvo que hacer frente a rebeliones de Córdoba en Antioquia, Obando y López en el Cauca y a las crecientes tendencias separa­tistas de Venezuela, exasperadas por los proyectos de monarquía que se consideraban en Santa Fe. El 30 de abril de 1830, el General José Antonio Páez convocaba un Congreso Constituyente para Venezuela y a fines del mismo año, se produjo la separación del Ecuador. Bolívar presentó entonces su última y definitiva renuncia de la Presidencia. Rumbo a Europa salió para Cartagena, de donde se dirigió a Santa Marta. El 17 de diciembre de 1830 murió en la hacienda de San Pedro Alejandrino, de propiedad de su amigo, el español Joaquín de Mier. Tenía 47 años de edad.

 

La vida social y las costumbres


 

A pesar de la destrucción y la pobreza dejadas por la guerra, el país empezaba a sentir un nuevo ritmo de vida. Los niveles de riqueza de la clase alta, eran apenas medianos si se los compara con los de México y Lima, pero el contacto con el mundo exterior se hacía más activo y las costumbres se transformaban. Los viajeros y diplomáticos que llegaban por primera vez a Bogotá, observaban que dentro de la tradicional sobriedad de los consu­mos, el gusto por el bienestar y aun el lujo de tipo europeo se introducía en las casas de los bogotanos acomodados. El viajero Francés Mollien, en su libro Viaje por la República de Colombia, observa que ya se usan tapetes europeos que remplazaban las antiguas esteras de fabricación rústica pero agrega, que los mobiliarios son todavía modestos. Raras veces se ven en las salas más de dos sofás que acompañaba a unas cuantas sillas de cuero de estilo anticuado. Salvo ligeras diferencias, agrega, todas las casas se parecen y no hay nada que permita distinguir cuál es la del Presidente, a no ser por la guardia que custodia la entrada.

La ciudad tendría entonces unos 20.000 habitantes. Los mendigos abundaban en las calles y el aseo era tan deficiente como en las ciudades de la Edad Media. Las aguas negras iban por el centro de las calles y sólo los sábados se hacía la limpieza de las inmun­dicias. Un virrey, recuerda Mollien, decía que en Bogotá sólo había cuatro agentes encargados de la limpieza de la ciudad: los gallinazos, la lluvia, los burros y los cerdos. En contraste con sus deficiencias materiales, la ciudad poseía un ambiente de cultura que pusieron en evidencia los observadores extranjeros. La Nueva Granada presentaba entonces otros núcleos urbanos acti­vos, comercial y culturalmente. En la parte oriental, las ciuda­des de la provincia del Socorro, se distinguían por sus manufac­turas textiles. En todas las casas y en todas las chozas se hila, se tiñe y se teje, observa Mollien. No hay gran riqueza pero tampoco pobreza extrema. En las provincias del sur, Popayán era el centro de mayor importancia, a pesar de la destrucción que la guerra había causado en ese sector del país. Como centro del comercio con Quito y como región productora de oro, disfrutaba de un considerable grado de bonanza para las clases altas. Todavía hasta mediados del siglo, algunas grandes familias caucanas podían conservar su estilo señorial de vida. El coronel Hamilton, diplomático y viajero inglés que la visitó en 1823, encontró en la ciudad edificios superiores a los de Bogotá y en su diario de viaje recuerda, que en la casa de una de las haciendas de Julio Arboleda, encontró lujos que sólo gastaban las familias más ricas de Europa. Sin embargo, la aristocracia payanesa sufrió conside­rables pérdidas patrimoniales durante la guerra de independencia. Mollien, que elogia la buena fábrica de sus casas de ladrillo y de su arquitectura religiosa, encontró que las zonas aledañas a la plaza principal estaban en ruinas y observa que la ciudad ha entrado en decadencia. La excesiva sobriedad del pueblo, dice, sus trajes, su aspecto, todo indica que la guerra la ha arruinado por completo, aunque todavía hay allí cuatro familias que tienen un capital de cuatrocientos mil piastras.

El mismo viajero pone de presente la decadencia de Cartagena. La ciudad, que contaría 18.000 habitantes en 1823, presentaba un aspecto triste y de inactividad comercial. Una mesa, media docena de sillas de madera, un catre, una jarra y dos candeleros, cons­tituyen de ordinario el ajuar de sus grandes caserones. Los sitios que sufrió Cartagena, agrega, han arruinado a la mayor parte de las familias.

 

La República de Nueva Granada 1830-1850


 

Gobierno del General Santander y Guerra de los Supremos


 

Disuelta la confederación grancolombiana, la actual República de Colombia comienza su vida de Estado independiente con el nombre de República de Nueva Granada. Reunido un Congreso Constituyente se dotó al país de una carta acentuadamente conservadora y se eligió Presidente al General Francisco de Paula Santander, quien se hallaba exiliado en Europa. Asumió el poder el 1º de abril de 1833.

Su administración, que termina en 1837, se caracterizó por su estabilidad e intensa labor administrativa. Fomentó el desarro­llo de las manufacturas, por el sistema de privilegios de exclu­sividad durante períodos de 20 a 25 años. Se fundaron en Bogotá fábricas de loza, textiles, fundiciones de hierro, jabones y productos químicos. Muy pocas de ellas subsistieron, por defectos de planteamiento, escasez de mercado e inexperiencia técnica. Santander practicó una política conservadora en materias fisca­les, pues mantuvo los gravámenes y monopolio tradicionales, principalmente el del tabaco que seguía siendo uno de los ingre­sos más importantes del Estado. En materia de comercio exterior mantuvo una tarifa legal proteccionista de las manufacturas nacionales. También se dio nuevo impulso a la educación pública fundando el Museo Nacional, que agrupó a los escasos investigado­res que en el campo de las ciencias naturales tenía el país.

La administración Santander tuvo que hacer frente a la oposición política de antiguos núcleos Bolivarianos y a una conspiración encabezada por el general español José Sardá, quien había hecho la guerra de independencia al servicio de la República. La cons­piración fue debelada con dureza y 17 de sus principales actores fueron fusilados con asistencia personal del Presidente. Un año después, agentes del gobierno dieron muerte al general Sardá quien, había escapado a la primera ola de represión.

Al General Santander sucedió el doctor José Ignacio de Márquez (1837-1841), jurista perteneciente al ala moderada del elemento civil, elegido contra el querer del antipo jefe del gobierno quien apoyaba al general José María Obando para sucederle. La tensión entre los antiguos generales y el grupo político denomi­nado entonces "ministeriales", dio el tono al gobierno de Már­quez, quien tuvo que hacer frente a la primera guerra civil del país. Al finalizar el año de 1839, varios de los caudillos militares que aún conservaban influencia y poder en las provin­cias, se rebelaron asumiendo el nombre de "Jefes Supremos". La cabeza visible de la revolución fue el General José María Obando, quien se levantó en Pasto, provincia que siempre había sido desafecta a los gobiernos republicanos. La guerra de los "supre­mos", que duró dos años, dejó al país empobrecido y devastado.

Al terminar el gobierno del doctor Márquez en 1841, fue elegido Presidente el General Pedro Alcántara Herrán (1841-1845), militar moderado, vinculado por lazos de familia a la casa de los Mosque­ra de Popayán. En 1842, se dio al país una nueva constitución que reforzó el carácter centralista del Estado y fortificó los pode­res presidenciales. Comenzaron entonces a dibujarse con mayor nitidez las corrientes políticos que pocos años más tarde darían lugar a la formación de los partidos liberal y conservador y al comienzo del sistema bipartidista, que ha singularizado a la vida política colombiana. La orientación del gobierno de Herrán tuvo carácter marcadamente conservador. Su figura central fue el doctor Mariano Ospina Rodríguez, quien como encargado de la educación pública, propició el regreso de los Jesuitas y organi­zó la enseñanza orientándola hacia las carreras técnicas y dándo­le estrictas normas disciplinarias.

La administración del General Tomás Cipriano de Mosquera (1845-1849), que siguió a la del General Herrán, se, distinguió por su espíritu reformista y modernizador. Mosquera, vástago de una familia aristocrática de la ciudad de Popayán, representó el tipo de caudillo salido de la guerra. Elegido por las fuerzas conser­vadoras, está, sin embargo, impregnado de mentalidad modernizante y positivista. Tenía la obsesión de las grandes vías de comunica­ción y de la formación de una clase dirigente técnica, en la cual los ingenieros tuvieran un papel dirigente. Regularizó la nave­gación a vapor en la arteria básica de salida del interior del país al océano Atlántico, el Río Magdalena; dio comienzo a la construcción de un ferrocarril en el istmo de Panamá; reorganizó el sistema monetario e introdujo el sistema métrico de pesas y medidas. Fundó el Colegio Militar como escuela de ingeniería, bajo la dirección del italiano Agustín Codazzi y contrató los servicios de matemáticos, químicos y naturalistas europeos para impulsar la enseñanza de las ciencias.

Tanto la economía como la estructura social del país, sufrieron pocos cambios profundos en los años que corren entre la fundación de la República y 1850. El período fue de acentuado carácter conservador, a pesar de que las normas constitucionales del Estado se inspiraron en el pensamiento liberal. La clase diri­gente seguía compuesta de terratenientes, antiguos funcionarios coloniales, letrados y militares que habían alcanzado altas posiciones políticas como resultado de su participación en la guerra emancipadora.

Desde el punto de vista comercial, el país entró en contacto con el mercado internacional, pero su comercio exterior se orientó casi exclusivamente hacia Inglaterra, que entonces se encontraba en plena revolución industrial y se aprestaba a invadir los mercados americanos y a exigir compensaciones económicas por el apoyo militar y político y financiero que había prestado al proceso de emancipación. Por la misma época se inició también el comercio con los Estados Unidos, desde luego en proporciones menores. El país exportaba oro y en menor medida algunos produc­tos agrícolas y ganaderos, como tabaco, algodón y cueros, pero con excepción del algodón, que llegó a valer el 10% de las expor­taciones, ninguno de ellos alcanzó importancia considerable. Las cifras de exportación que apenas sobrepasaron ligeramente las de finales del período colonial, fluctuaron entre los dos y tres millones de pesos. Las importaciones incluían textiles, sobre todo de lana, quincallería, mercería y algunos artículos de lujo destinados al consumo de la clase alta de las ciudades, particu­larmente Bogotá.

El comercio interior sufrió también pocos cambios. Las manufac­turas de Santander y Boyacá -lienzos, cordelería, batanes- seguía enviando sus productos a Antioquia, que con su producción minera alimentaba un activo comercio que iría dando creciente predominio al grupo antioqueño en las actividades financieras y en el comer­cio interior y exterior. El mal estado de los transportes seguía siendo el gran obstáculo para la formación de un mercado nacio­nal.

La política económica de los gobiernos de este período, se carac­terizó por sus vacilaciones entre el liberalismo económico que propugnaban algunas figuras prominentes de la política como Vicente Azuero y Florentino González y el proteccionismo que practicaron los gobiernos de Santander y Márquez, quienes estimu­laron la formación de algunas industrias -loza, vidrio, textiles, hierro, papel- e insistieron en la defensa de las manufacturas tradicionales amenazadas por la competencia de los productos británicos. El poco éxito de las nuevas empresas fabriles, el fortalecimiento del grupo comerciante y la penetración de los capitales ingleses, crearon las condiciones para el predominio del liberalismo económico en la segunda mitad del siglo.

 

Las reformas liberales de 1850


 

Cambios Sociales, Económicos y Políticos


 

Al llegar el año de 1850, en el país se respiraba una atmósfera de cambios revolucionarios. La emergente opinión pública se encontraba ya organizada en partidos. Un fuerte grupo de comer­ciantes germen de una clase burguesa y un artesanado vigoroso hacían su aparición en el escenario político y social, exigiendo reformas que los gobiernos anteriores habían aplazado, formaban el naciente partido liberal. En contrapunto con estas fuerzas, la vieja clase terrateniente, el clero y las familias de abolen­go, de acendrada formación católica, se agrupaban en torno al que luego será el partido conservador.

Las ideologías de uno y otro grupo no estaban, sin embargo, claramente diferenciadas ni representaban intereses de clases sociales homogéneos. Tanto en el naciente partido liberal como en el conservador había comerciantes y terratenientes y eran peque­ñas o inexistentes sus discrepancias en materia de política económica o sobre las instituciones básicas como la propiedad. Ambos eran librecambistas y con menor o mayor fuerza, aprobaban la idea de la división internacional del trabajo que atribuía a los países latinoamericanos el papel de productores de materias primas agrícolas y mineras y el de consumidores de manufacturas baratas producidas por las metrópolis industriales; ambos acepta­ban la política de exportaciones agrícolas que se practicó hasta finales del siglo y pocas discrepancias existían en la política agraria, por ejemplo, en la aceptación de la gran propiedad y en la generosa política de adjudicación de tierras públicas, que se practicó a lo largo del siglo por gobiernos liberales o conserva­dores. Sin embargo, desde los orígenes de la República, hubo en el seno de la clase dirigente discrepancias en materias religio­sas y educativas suficientes para alimentar violentos conflic­tos. Hacia 1850, los liberales colombianos, siguiendo las hue­llas de los europeos, eran partidarios de la separación de la Iglesia y el Estado, de la libertad de cultos, de la educación laica y de la no intromisión de la Iglesia en la política y de la reducción del poder económico que le daba su carácter de propie­taria de tierras y beneficiaria de capitales dados en censo. Los conservadores, por su parte, defendían la unión íntima de las dos potestades, hasta llegar a una posición rectora de la Iglesia frente al poder civil y en considerar la religión católica como elemento básico del orden social, según la doctrina desarrollada y puesta en práctica en 1886 por el más conspicuo de sus líderes, Miguel Antonio Caro. Hubo también diferencias de actitudes en algunos aspectos de la vida política como el de la libertad de expresión oral y escrita, que los liberales querían de gran amplitud y los conservadores insistían en limitarla. En un campo más amplio, situados frente a contraposiciones como la de progre­so y tradición, los conservadores acentuaban el valor de ésta, situándose así a favor del statu quo o por lo menos, un ritmo de cambio social más lento, mientras los liberales afirman con mayor vigor la idea de progreso y de apertura hacia las fuerzas moder­nizadoras. Era pues explicable, que a pesar del carácter policla­sista de ambas agrupaciones, desde sus orígenes se acercaran al liberalismo los grupos emergentes y no privilegiados
-nuevos comerciantes, artesanos y aún los residuos de las antiguas "castas" coloniales de mestizos, negros y mulatos- que sólo lentamente iban incorporándose al proceso político y que del lado conservador predominaron los terratenientes o los comerciantes de tradición, en fin, las más antiguas y tradicionales familias depositarias de viejas preeminencias sociales y políticas. El país estaba más abierto hacia la comunicación exterior. El activo comercio con Europa, los progresos de la prensa y la importación de libros, crearon un clima de liberalización de la inteligencia, neogranadina. El influjo de Francia y de los movimientos de ideas de la revolución del 48 fue vigoroso. Autores como Hugo, Lamar­tine, Lamennais, Dumas, Sue, Proudohn, Bastiat se leen, se tradu­cen y se imitan. El romanticismo social se une estrechamente con el liberalismo político y económico en demanda de reformas.

La sociedad neogranadina presentaba todavía la estructura básica de la época colonial. Subsistían monopolios comerciales como el de tabaco, abundaban los bienes de manos muertas; regulan vigen­tes tributos y cargas fiscales de origen colonial; el Estado continuaba ejerciendo el patronato de la Iglesia; subsistía la pena de muerte por delitos comunes y políticos; la prensa tenía restricciones. Aún había en el país unos 20.000 esclavos.

A la efervescente vida intelectual se unía el despertar de la actividad económica y la búsqueda de nuevos géneros de exporta­ción, que liberaran el comercio exterior de la dependencia del oro, que hacia mediados del siglo continuaba siendo el primer artículo de comercio exterior. La economía agrícola también estaba sufriendo cambios, gracias sobre todo, a la actividad colonizadora de algunos núcleos de Cundinamarca, Santander y sobre todo, de la provincia Occidental de Antioquia. Nuevas tierras se ganaban para el cultivo de las vertientes occidentales de la cordillera oriental y del valle del Magdalena, donde una vez eliminado el monopolio estatal del tabaco se desarrollaba una importante agricultura tabacalera, que hizo de este producto hasta 1870, el primer género exportable. En el occidente la expansión del grupo antioqueño incorporaba millares de hectáreas de nuevas tierras al cultivo de productos agrícolas y la produc­ción ganadera, sustituyendo los pastos naturales con especies nuevas como el para, la guinea y el micay. Además, se fundaba un centenar de nuevos pueblos y ciudades. Demográficamente, el país sufría también transformaciones. Hacia 1850 la población de la Nueva Granada, era de más de 2.000.000 de habitantes. Las ciuda­des comenzaban a crecer y las poblaciones urbanas a tener mayor participación en la vida nacional.

Dentro de este marco, se produjeron las radicales reformas políticas y sociales que dieron su carácter al gobierno del general José Hilario López (1849-1853). Se iniciaba el predominio del liberalismo como fuerza conductora de la política. De los tres principales candidatos que se presentaron al debate presidencial de 1848, el conservador José Joaquín Gori, el conservador libe­ralizante doctor Rufino Cuervo y el liberal José Hilario López, ninguno obtuvo votación suficiente. En estas condiciones el Congreso Nacional hubo de realizar la elección, la cual se veri­ficó el 7 de marzo del año siguiente, en medio de turbulencias populares provocadas por la numerosa clase de artesanos que para entonces tenía ya la ciudad de Bogotá. Elegido el general López y posesionado de la presidencia, se inició el período de las reformas liberales. El 23 de mayo de 1848 se había eliminado el monopolio del tabaco, fuente de los principales ingresos fiscales del Estado. En enero de 1852 se suprimió la esclavitud, medida que tuvo fuerte resistencia en algunas provincias, especialmente en el Cauca, donde se produjo un levantamiento armado capitaneado por el poeta y general Julio Arboleda, gran propietario de tierras y esclavos. La Constitución Nacional fue reformada. La pena de muerte por delitos políticos fue suprimida; la prensa se declaró absolutamente libre; la Iglesia fue separada del Estado y los Jesuitas fueron expulsados del país. La política económica se orientó hacia el libre cambio y las provincias recibieron mayores prerrogativas legislativas y fiscales, con lo cual el país marchó hacia el federalismo. La nota dominante en todos los aspectos de la vida fue la liberalización.

La sociedad y la cultura también sufrían cambios. Uno de los más significativos fue la presencia en Bogotá, Cali, Medellín y otras ciudades de una numerosa clase artesanal. Sastres, carpinteros, albañiles, plateros, organizados en las llamadas Sociedades Democráticas, hicieron irrupción en las ciudades como una fuerza política y social. Constituyeron un importante apoyo del gobier­no de José Hilario López y el elemento motor del golpe de estado intentado en abril de 1854 por el general José María Melo. También era activa la naciente clase comerciante, que apoyó con vacilaciones las reformas del 50 y produjo dirigentes y esta­distas como Salvador Camacho Roldán, José María G., Miguel Sam­per, los hermanos Pereira Gamba, Manuel Murillo Toro y otros. Pero la clase dirigente neogranadina estaba compuesta especial­mente por una emergente; clase media de letrados y juristas, educados en las corrientes políticas francesas e inglesas. De la situación social y el estado de las costumbres, dejó Salvador Camacho Roldán un vívido cuadro en sus Memorias: "No era entonces Bogotá el centro principal de la cultura y la riqueza. Cartagena y Popayán tenían mayor importancia por haber sido la primera el foco comercial y político más importante, el puerto donde afluían los galeones que hacían el comercio y la segunda por haberse residenciado en ella las familias más aristocráticas y ricas del Virreinato. Al iniciarse la segunda mitad del siglo, Bogotá comenzó a cambiar en su aspecto urbano. La llegada del arquitec­to inglés Tomás Read dio comienzo a la construcción de casas cómodas y elegantes, algunas siguiendo modelos ingleses y fran­ceses. El traje medio seguía siendo de tipo tradicional, confec­cionado todavía con lienzos nacionales. El zapato de cuero había llegado hasta los artesanos, pero el zapato extranjero era todavía desconocido hasta de las clases ricas y las medias de color estaban reservadas únicamente al Arzobispo. La mendicidad seguía siendo una de las plagas de las ciudades neogranadinas, fenómeno que se agravó a partir de 1850 cuando quedaron sin ocupación algunos gremios que antes obtenían ingresos de trabajos que fueron sustituidos por el empleo de nuevas técnicas. Tal ocurrió con los mozos de cordel que quedaron sin trabajo al introducirse los carros fabricados para el transporte de cargas. Los salarios tanto agrícolas como urbanos eran insignificantes. En las haciendas de la sabana, muchas de las cuales tenían más de mil y hasta tres mil hectáreas, cinco centavos diarios eran el salario común. El servicio doméstico era una de las más amplias ocupaciones; no se pagaba más de cincuenta centavos mensuales a una sirvienta común. La población campesina, todavía de origen indígena en gran parte, afluía a Bogotá y formaba la clientela de las numerosas chicherías que funcionaban en la ciudad. Los servicios de aseo y agua subsistían casi como en la época de la colonia. Cuando en 1850 se presentó en Bogotá una epidemia de cólera, se pensó en asear la ciudad y en pocos días se recogieron 160.000 carretadas de basura".

Los cambios económicos del 50, sobre todo, el desarrollo acelera­do que comenzó a tener el cultivo del tabaco al eliminarse el monopolio estatal, beneficiaron a la capital que se convirtió en un activo centro comercial. La cultura recibió también su impul­so. Numerosos granadinos salieron a estudiar carreras técnicas en el exterior, particularmente a los Estados Unidos y profesiones como la ingeniería, adquirieron prestigio entre las clases diri­gentes. Mariano Ospina Rodríguez, más tarde presidente de la República, escribía a sus hijos que se cuidaran de novelas y versos si querían avanzar en las ciencias, "pues hasta donde llegaban sus conocimientos nadie había encontrado minas de oro en el Parnaso". El Colegio Militar, fundado por Mosquera en la admi­nistración anterior, comenzó a dar sus frutos produciendo los primeros ingenieros, matemáticos y químicos educados en el país. Se organizó también la Comisión Coreográfica, que bajo la direc­ción de Agustín Codazzi y la colaboración de escritores, pinto­res, cartógrafos y botánicos como José Jerónimo Triana, Manuel Ancízar y Santiago Pérez elaboró el atlas y la geografía de la Nueva Granada. La vida intelectual fue singularmente activa gracias sobre todo al desarrollo del periodismo y la imprenta. Semanarios como La Civilización, El Neogranadino, El Tiempo, El Día, La Noche, se nutrieron con la colaboración de un brillante grupo de escritores como José Eusebio Caro (1817-1853); Mariano Ospina Rodríguez (1805-1885); Manuel Murillo Toro (1816-1880); Florentino González (1805-1874); Manuel Ancízar (1812-1882); José María Samper (1828-1888); Miguel Samper (1825-1899); José María Torres Caicedo (1830-1889) y Ezequiel Rojas (1803-1873). Por entonces hicieron su aparición entre los intelectuales y los artesanos de Bogotá, las primeras ideas socialistas tomadas de los escritos de Proudohn y Luis Blanc, muy populares entonces. Hasta el gobierno del general López, quiso poner en práctica la idea de los talleres nacionales de este último, como una solu­ción a la pobreza de las clases bajas, pero el intento no fue más allá de la organización de una escuela de artes y oficios en la capital.

Para suceder al general López fue elegido el general José María Obando (1853-54), representante del elemento militar salido de la gesta emancipadora que seguía teniendo influencia en la dirección política. El gobierno de Obando fue efímero, ya que, un año después de su posesión, debía abandonar el poder a consecuencia del golpe militar del general José María Melo, comandante general del ejército. Melo, un buen soldado que había iniciado su carrera en la guerra de independencia, se vio envuelto en el asesinato de un cabo, hecho que se atribuía a su persona directamente.  Su incierta posición ante la justicia y probablemente las debili­dades del titular del poder, General Obando, lo llevaron al golpe de estado el 17 de abril de 1853. El nuevo gobernante recibió el apoyo entusiasta de las clases populares de Bogotá, particularmente de las Sociedades Democráticas de Artesanos que vieron llegada la oportunidad de obtener una legislación protec­cionista de sus manufacturas, competidas entonces por la impor­tación de mercancías europeas, facilitada por la política libre­cambista del gobierno anterior. Pero el gobierno de Melo tuvo una vida aún más efímera que el de su antecesor Obando. Una coalición de veteranos militares y elementos civiles de los partidos políticos, restableció las instituciones legítimas tras una corta guerra civil; Melo fue juzgado por el Congreso y destituido de su cargo. Desterrado a México, años más tarde Melo murió al servicio del ejército mexicano.

 

El federalismo


 

La Guerra del 60


 

Tras el frustrado golpe militar del general Melo, siguieron dos gobiernos civiles de transición, el de Manuel María Mallarino (1855-1856) y el de Mariano Ospina Rodríguez (1857-1861), promi­nente figura intelectual del pensamiento tradicionalista y uno de los fundadores del partido conservador.

Con una clara intención federalista la reforma constitucional de 1857 dividió el país en 8 estados, dotándoles de amplías faculta­des legislativas. Sus gobernadores fueron elegidos por votación popular, lo que produjo en varios casos discrepancias de orientación entre los poderes centrales y los regionales, discrepancias que se fueron acentuando cada día hasta producir, un ambiente de rebelión contra el gobierno de Bogotá. En efecto, al comenzar el año de 1860, el gobernador del estado del Cauca, General Tomás Cipriano de Mosquera, proclamó la separación de dicho estado de la Confe­deración y apoyado por otros estados, se declaró en rebelión con el título de supremo director de la guerra. Se inició entonces una de las más largas y devastadoras guerras civiles de la pasada centuria. Dos años de alternantes y cruentas operaciones milita­res dieron finalmente el triunfo a las fuerzas revolucionarias que se dispusieron a organizar las nuevas instituciones.

La figura central de esta coyuntura histórica, fue el general Tomás Cipriano de Mosquera (1860-1863). Representó él en la historia de Colombia el tipo más cercano al caudillo suramericano que emergió de las guerras emancipadoras. Nacido en el seno de una aristocrática familia de la ciudad de Popayán, dueña de tierras, minas y esclavos, hizo su carrera militar al lado de Bolívar, de quien fue admirador, partidario incondicional y biógrafo. Personalidad desconcertante, ambicioso y autoritario, pintoresco a veces, se apoyó alternativamente en fuerzas conser­vadoras y revolucionarias. Creyó firmemente en el progreso tecnológico y acogió e inició ambiciosos planes de vías de comu­nicación; llamó al país científicos extranjeros y fundó institu­ciones de enseñanza superior como el Colegio Militar de Ingenie­ros; personalmente inició empresas comerciales y sus haciendas fueron modelos de organización y actividad innovadoras. Miembro de una familia de recia tradición católica que dio al país un arzobispo y varios presidentes, expropió los bienes de la Iglesia y expulsó del territorio nacional a los Jesuitas y murió (1887) haciendo dramática protesta de la fe católica. Su vida llenó cincuenta años de historia colombiana.

El Olimpo Radical y la Constitución de Rionegro

El movimiento de 1860, de contenido federalista y liberal, culmi­nó en 1863 con la asamblea constituyente reunida en la ciudad de Rionegro, en el estado de Antioquia. Su lema fue Federación y Libertad. El país tomó entonces el nombre de Estados Unidos de Colombia. La Constitución de Rionegro llevó al extremo la vigen­cia de los principios liberales. Dio amplia soberanía a los estados federados y sólo reservó para los poderes centrales el manejo de las relaciones exteriores y algunas facultades en tiempo de guerra exterior. En materia de derechos individuales, los de comercio, prenda y reunión fueron concedidos sin límites. Los poderes del Estado fueron reducidos, al mínimo. Se cuenta que cuando comisionados de la Nueva Granada visitaron en París a Víctor Hugo para entregarle una copia de la carta, en homenaje al hombre que los legisladores de Rionegro, consideraban su padre intelectual, el gran poeta exclamó: este debe ser un país de ángeles.

Dotado el país de una constitución política federalista y ultra­liberal, se iniciaron las dos décadas llamadas en la historia de Colombia la era del Olimpo Radical. Manuel Murillo Toro (1864-1866); Tomás Cipriano de Mosquera (1866-67); Santos Gutiérrez (1869-70); Eustogio Salgar (1870-72); de nuevo Murillo Toro (1872-74); Santiago Pérez (1874-76); Aquileo Parra (1876-78), fueron los gobernantes más característicos de esa generación.

Periodistas, juristas o generales juristas y letrados al mismo tiempo tuvieron todos una brillante y a veces rígida formación doctrinaria. Librecambistas en economía, anticlericales de grados diversos, creyentes en el poder de la ley escrita, excelentes escritores y tribunos, bajo su dirección el país avanzó en algunos aspectos hacia el progreso intelectual y material. Se inició con ellos la era de los ferrocarriles; se estableció el telégrafo eléctrico, se fundó el primer banco comercial; se organizó la Universidad Nacional que había desaparecido en la década anterior al 60; se impulsaron las profesiones técnicas y las ciencias. Menos positivo fue el balance en el campo social y político. El país se dividió profundamente por motivos ideológicos y las tendencias disgregadoras del federalismo se intensificaron. Todo lo cual, unido a una débil economía, cuyos géneros de exportación apare­cían y desaparecían en períodos cortos, produjo dos décadas de inseguridad política, en las cuales hubo dos guerras civiles (1876 y 1885) y numerosos levantamientos armados.

No obstante las vicisitudes de la política y la economía, el país tuvo en las décadas del 60 al 80 una de sus más brillantes épocas intelectuales. La Universidad, que había desaparecido prácticamente como resul­tado de la política ultraliberal del decenio anterior, se abrió de nuevo en 1867 con facultades de ingeniaría, matemáticas y ciencias naturales, derecho y filosofía. Se fundaron también Escuelas Normales para la formación de maestros y se trajeron misiones extranjeras para fomentar la educación superior.

En la filosofía brillaron Rufino J. Cuervo (1845-1911), Miguel Antonio Caro (1843-1910) y Ezequiel Uricochea (1834-1880); en las matemáticas y la Física, Julio Garavito Armero (1865-1920) e Indalecio Liévano (1833-1913); en la química Liborio Zerda (1812-1882) y Rafael María Carrasquilla (1857-1930); en la literatura Rafael Pombo (1833-1913) Diego Fallón (1834-1905), Jorge Isaacs (1837-1895), José Asunción Silva (1865-1896) y otros; en el periodismo Alberto Urdaneta (1845- 1887) y Carlos Martínez Silva (1847-1903); en el ensayo sociológico, la economía, la sociología y la historiografía José María Samper (1826-1888), Miguel Samper (1825-1899), Salvador Camacho Roldán (1827- 1906), Rafael Núñez (1825-1904), José María Vergara y Vergara (1831-1872), José Manuel Groot (1800-1878). Bogotá fue llamada entonces la Atenas Suramericana por el polígloto español Marcelino Menéndez y Pela­yo.

El diplomático y escritor argentino Miguel Cané, que residió en ella en 1881, en sus Notas de Viaje, describía así el ambiente intelectual de la capital colombiana: "Todo el mundo se pasea de lado a lado. Allí un grupo de políticos discutiendo inflamados. El Comité de Salud Pública -una asociación política de tinte radical- se ha reunido por la tarde. Ha habido discursos incen­diarios. Quién es ese hombre que cruza el Altozano apurado, mirando eternamente el reloj, alto, delgado, moreno, con unos ojos brillantes como carbunclos, saludando a todo el mundo y por todos saludado con cariño. Es Diego Fallón, el inimitable cantor de la luna vaga y misteriosa que va a dar una lección de inglés. ¿Quién tiene la palabra o mejor dicho quien continúa con la pala­bra en el seno de aquel grupo? Es José María Samper que está hablando un volumen, lo que no impide que escriba otro, apenas entre a su casa. Allí un cuerpo enjuto, una cara que no deja sino ver un bigote rubio, una perilla y un par de anteojos... Es un hombre que ha hecho soñar a todas las mujeres con unas cuantas cuartetas vibrantes como la queja de Safo... Es Rafael Pombo. Y Camacho Roldán, y Zapata, Miguel Antonio Caro y Silva, Carras­quilla y Marroquín, Salgar, Trujillo, Esguerra y Escobar... Todo cuanto la ciudad encierra de ilustraciones en la política, las letras y las armas. Basta con lo que he dicho para hacer com­prender la altura intelectual en que se encuentra Colombia y justificar la reputación que tiene en América entera, País de libertad, país de tolerancia, país ilustrado, tiene felizmente la iniciativa y la fuerza perseverante necesaria para vencer las dificultades de su topografía y corregir las direccio­nes viciosas que su historia le ha impuesto".

Los resultados de las tres décadas de liberalismo político y económico que se cierran en 1886, han ocupado en los últimos años la atención de un grupo de historiadores colombianos y extranje­ros interesados en temas de historia económica. El balance no ha sido en general muy positivo. Para muchos de ellos el período fue de estancamiento y aun de decadencia. Se afirma que la política de fomento de las exportaciones agrícolas (tabaco, quina), dio resultados muy fugaces. Que aumentó sin duda la capacidad de consumo de las altas clases sociales en términos de importaciones de artículos suntuarios, pero no contribuyó a mejorar la capacidad económica del país dirigiendo la inversión hacia necesidades básicas, como el mejo­ramiento del sistema de transporte o la adquisición de equipos manufactureros. La política de libre importación y de bajas tarifas de aduana desmejoró notablemente la posición del grupo artesanal, muy numeroso en la segunda mitad del siglo XIX y causó la decadencia de la tradicional industria textil de origen colonial que el país había reservado en medio de grandes difi­cultades, pero que finalmente sucumbió ante la competencia de los productos industriales ingleses baratos y de mejor calidad. También la liberalidad de la política de tierras baldías, el fracaso de la desamortización de bienes de manos muertas y la comercialización de las tierras indígenas de resguardo, aún contra las intenciones de sus gestores, tuvo como resultado el esfuerzo del latifundio y el deterioro de la población rural. Finalmente, el federalismo, la conducción de las relaciones entre la Iglesia y el Estado y el liberalismo político expresa­do en las normas constitucionales, causaron las divisiones y conflictos que dieron al período su inestabilidad social y política.

Lo que no han dicho con mucha claridad los críticos de esa política es cuántas alternativas tenía el país en las condiciones nacionales e internacionales de ese momento, ni cuáles habrían sido los resultados de haber escogido alguna o algunas de las diferentes opciones. Por lo demás, como suele ocurrir en quienes están interesados en probar una hipótesis previamente escogida o en satisfacer las exigencias de un juicio de valor en pro o en contra de una determinada doctrina económica o política en este caso del liberalismo quienes han analizado en términos tan nega­tivos este período de la historia colombiana, sólo han visto las sombras y han olvidado las luces que existen en éste, como en todos los períodos históricos. Además, es por lo menos dudoso que fenómenos como la pobreza, la falta o el ritmo lento del desarrollo económico o del progreso social de un período histórico, pueda atribuirse a las virtualidades de una ideología o a las decisiones de una generación. Aparte del sesgo ideológico que puede tener este tipo de análisis, la debilidad de sus con­clusiones quizás radica en las limitaciones mismas del concepto de corta duración, empleado por los economistas con olvido del análisis de larga duración que es por excelencia el instrumento analítico del historiador.


 

Nota bibliográfica


 

Este ensayo de síntesis de la Historia de Colombia, ha sido escrito en primer lugar para lectores no colombianos. Está basado en amplia medida en la bibliografía mencionada en esta nota, dirigida también al lector extranjero no especializado. Además de la bibliografía aquí incluida, el autor ha consultado otras fuentes bibliográficas y ha hecho uso de abundantes datos de archivo utilizados en sus obras anteriores y de materiales de investigación aún no incorporados en sus trabajos. La bibliogra­fía es la siguiente:

Período colonial (siglos XVI, XVII, XVIII). Colmenares, Germán. Historia Económica de Colombia (1536-1717), Cali 1973. Melo, Jorge Orlando. Historia de Colombia. El establecimiento de la Dominación española. Bogotá, 1977. Jaramillo Uribe, Jaime. Ensayos de Historia Social Colombiana. Bogotá, 1966. Friede, Juan. La Invasión al País de los Chibchas y la Conquista del Nuevo Reino de Granada. Bogotá, 1946. Fals Borda, Orlando. El Hombre y la Tierra en Boyacá. Bogotá, 1957. Liévano Aguirre, Indalecio. Los Grandes Conflictos Económicos de Nuestra Histo­ria. Bogotá, 1960. No obstante referirse al siglo XIX, los libros de Luis Ospina Vásquez y William McGreevey citados a continua­ción, contienen una buena síntesis de la economía colonial de la segunda mitad del siglo XVIII. Período Republicano (siglos XIX y XX). Ospina Vásquez, Luis. Industria y Protección en Colombia. Medellín, 1955. McGreevey, William. Historia Económica de Colombia (1845-1930). Bogotá, 1976. Nieto Arteta, Luis Eduardo. Economía y Cultura en la Historia de Colombia, Bogotá, 1941. Bushnell, David. El Régimen de Santander en la Gran Colombia, Bogotá, 1966. Jarami­llo Uribe, Jaime. El Pensamiento Colombiano en el siglo XIX. Bogotá, 2ª ed. 1975. Urrutia, Miguel. Historia del sindicalismo colombiano. Bogotá, 1969. Urrutia Miguel y Arrubla Mario. edito. Compendio de Estadísticas Históricas de Colombia. Bogotá, 1970. CEPAL. El Desarrollo Económico de Colombia. México, 1957. Molina Gerardo. Las Ideas Liberales en Colombia. Bogotá, 1970, 1974, 2 vol. Rippey, Fred. La Penetración Impe­rialista en Colombia, Bogotá, 1970. Safford, Frank. The Ideal of the Practical. Colombia's Struggle to Form a Tecnical Elite. Texas University Press, Austin, 1976.

 

GABRIEL GARCIA MARQUEZ  
 
" El Vallenato es considerado Patrimonio cultural e inmaterial de la humanidad" "Cien años de soledad" no es mas que un vallenato de 350 paginas". GABO
 
 
 
 
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